La estructura productiva argentina: problemas vigentes y desafíos pendientes

Por Fernando Porta

La estructura económica de nuestro país no ha variado significativamente en relación con los años ’90. El capitalismo argentino se sigue basando en un modelo de negocios predatorio y con un sistema financiero más especializado en viabilizar operaciones especulativas que en apoyar la ampliación de capacidad productiva. Nuestra democracia necesita un cambio estructural que se apoye en un modelo productivo que permita un crecimiento sustentable, y a la vez, asegure y profundice la equidad distributiva. Eso solo será posible con la diversificación de la trama productiva.

Director del Doctorado en Desarrollo Económico de la UNQ y Director Académico del Centro Interdisciplinario de Estudios en Ciencia, Tecnología e Innovación (CIECTI)

En los últimos 25 años la productividad media de la economía argentina ha crecido en forma relativamente sostenida. En la década de los ’90, el aumento de la productividad se originó principalmente en el proceso de sustitución de mano de obra y, por lo tanto, se dio en paralelo con un fuerte incremento del desempleo; desde 2003 en adelante, en cambio, el aumento de la productividad ha tenido que ver principalmente con el crecimiento global de la economía y no fue contradictorio con la masiva reincorporación de trabajadores al circuito económico. La productividad media se expandió en ambos períodos, en el primero favorecida por la caída relativa y absoluta del nivel de ocupación y en el segundo, por el contrario, en el marco de un tipo de crecimiento económico que redujo drásticamente los niveles de desocupación. Se trata, por lo tanto, de dos regímenes, dos modalidades, de crecimiento totalmente diferentes.

En el último período pueden distinguirse al menos tres fases distintas. Inicialmente, hasta 2005-06, el incremento de la productividad es fuertemente acelerado y se explica, principalmente, por la puesta en funcionamiento de los altos niveles de capacidad productiva ociosa resultantes de la crisis de 2001-02; la progresiva ocupación de esa capacidad no utilizada previamente generó importantes e inmediatos aumentos de productividad a medida que se fue recuperando el nivel de actividad. A partir de ahí, sin dejar de ser fuertemente positiva, la tendencia de incremento de la productividad tendió a desacelerarse; en este caso, su expansión se explica, principalmente, por el crecimiento de la nueva inversión y el aumento consiguiente en la capacidad productiva instalada; en esta segunda fase, la economía todavía siguió absorbiendo desempleo y la tasa de desocupación reduciéndose. Finalmente, desde 2009 aproximadamente, en el marco de la crisis internacional y de algunos desequilibrios internos, la economía en general y la productividad crecen con mucha volatilidad, con menor capacidad de generación de nuevos puestos de trabajo y la tasa de desocupación se mantiene alrededor del 7 por ciento.

De todas maneras, el régimen de crecimiento predominante desde 2003, que ha favorecido una evolución muy positiva en la mayoría de los indicadores socioeconómicos y en la calidad de vida de la población, no se apoyó en un cambio estructural significativo. En gran medida, la estructura económica sigue siendo aquella generada por los cambios institucionales y las reformas neoliberales introducidas en los ’90 y por el ajuste brutal provocado por la crisis del 2001. En líneas generales, la composición del Producto Bruto no ha variado significativamente en relación con los años ’90; ciertamente, aparecen algunas fluctuaciones puntuales o coyunturales que tienen que ver con el ciclo respectivo de cada uno de los sectores, pero a grandes rasgos la composición sectorial de la estructura productiva no se ha modificado. A su vez, analizando cada uno de esos sectores, tampoco se han producido cambios significativos en el tipo, la gama y la variedad de los productos o servicios producidos.
A nivel microeconómico tampoco se han registrado cambios importantes en los requerimientos de mano de obra por unidad de producto. Es decir, el crecimiento del empleo registrado en los últimos años se explica porque en la gran mayoría de los sectores de la economía se expandió fuertemente el nivel de actividad, particularmente en aquellos sectores más intensivos en mano de obra que a la salida de la recesión se recuperaron relativamente rápido, y no porque se hayan introducido procesos o modalidades productivas que ocupen más trabajadores. Del mismo modo, más allá de algunos incipientes indicios de cierto proceso de sustitución de importaciones en algunos sectores, tampoco ha habido cambios importantes en los coeficientes de componente importado de la producción, particularmente en el caso de los insumos intermedios, de las maquinarias y equipos y de las partes y piezas utilizados en los procesos productivos. En algunos segmentos industriales la producción nacional ganó una parte del mercado ampliado con el proceso de fuerte crecimiento, pero la elasticidad de las importaciones por unidad de producto no alcanzó a modificarse sustantivamente.
En síntesis, hasta 2015 se consolidó un nuevo régimen de crecimiento derivado de un cambio importante en las condiciones macroeconómicas y, sobre todo, en la concepción de la política económica, en particular por los estímulos sostenidos a la expansión de la demanda interna y por el nivel de tipo de cambio. Al mismo tiempo puede decirse que se trata de la misma estructura económica –heredada de la transformación de los ’90 y de la racionalización forzada por la recesión y crisis del ’98 al 2002– caminando sobre un sendero macroeconómico diferente. Esta cuestión no es menor, porque ciertamente ha permitido expandir el ingreso, apuntalar la redistribución del ingreso, ocupar mano de obra y mejorar la cobertura y el impacto de las políticas sociales. Pero esa estructura productiva ha puesto límites severos a la posibilidad de sostener y profundizar esos procesos, una vez que la coyuntura internacional se tornó relativamente restrictiva y que se debilitó la eficacia de las políticas de expansión de la demanda.

Uno de estos límites está en la cuestión de la productividad, porque por más que esta haya venido creciendo a buen ritmo no ha dejado de ser relativamente baja en términos internacionales. La brecha de productividad de la Argentina en relación con los países desarrollados y otros de los llamados emergentes –en particular en el sector industrial– sigue siendo significativa; esta circunstancia instala un problema de (falta de) competitividad y presiona perversamente sobre el diseño de la política económica. Más aún, la brecha de productividad ha tendido a ahondarse en el caso de los sectores intensivos en mano de obra, sea relativamente poco calificada o medianamente calificada, y en los sectores intensivos en ingeniería. Este problema repercute negativamente tanto en la posibilidad de expandir y diversificar las exportaciones como en la de avanzar en la sustitución de importaciones.

La principal causa de esta situación obedece al tipo de especialización productiva que predomina en la economía argentina; cuando aquí se afirma que no ha habido en lo que va de los años 2000 un cambio estructural significativo, se plantea que no ha habido modificaciones relevantes en la especialización, ni en la composición de la producción ni en las prácticas y conductas de los principales sectores empresariales. En términos generales, la estructura productiva argentina se sigue caracterizando por los siguientes rasgos principales:

* Una parte importante asociada a la explotación de ventajas naturales, que incluye tanto al sector agrícola-ganadero como al minero. Se trata de sectores que, en general, tienen un bajo grado de elaboración y avanzan poco sobre la cadena de valor de transformación de esas materias primas; en este caso, la estructura productiva se concentra en las etapas de menor valor agregado y de menor capacidad de apropiación de rentas diferentes al rendimiento natural de tierras o yacimientos.

* Otra parte importante de la economía argentina está fundamentalmente especializada en la captura y apropiación de rentas monopólicas a través de distintos mecanismos; se trata de sectores productores de bienes o servicios –sean industriales, servicios privados o prestadores de servicios públicos o de obra pública– que explotan su posición dominante en el mercado, o se benefician de mercados cautivos, o bien basan su actividad en transferencias permanentes de los recursos públicos. En general, no hay aquí estímulos importantes para el crecimiento de la productividad y, por lo tanto, cargan excesivamente sobre el esfuerzo del resto de la sociedad.

* En muchos segmentos del aparato industrial predomina la especialización en las gamas más bajas y de menor calidad y variedad de la producción, donde es menor el valor agregado generado, la intensidad de conocimiento incorporada y la capacidad de innovación aprovechada. Se trata de sectores donde se compite fundamentalmente a través del precio del producto y del costo de la mano de obra, lo que instala una presión particular sobre las relaciones de trabajo, sobre la calidad del proceso de trabajo y, en suma, sobre el nivel de los salarios. En general, la productividad en estos sectores tiende a ser reducida.

* También pueden encontrarse en el aparato productivo argentino algunos segmentos o empresas que se distinguen favorable y positivamente por sus procesos productivos relativamente modernos y se caracterizan por niveles de productividad comparativamente altos. Pero, al mismo tiempo, pueden ser caracterizadas como “islas de modernidad”, en el sentido de que es baja su capacidad de derrame sobre el conjunto del aparato productivo; esto es así porque están poco integradas “hacia atrás” (baja intensidad de eslabonamiento con proveedores locales) o “hacia adelante” (baja intensidad de transformación de sus productos por productores locales). Estas “islas de modernidad” tienen un nivel de competitividad interesante a nivel internacional, pero no son capaces de dinamizar la evolución del conjunto del aparato productivo.

Es decir, se trata de un sistema productivo bastante diversificado y, a la vez, fuertemente heterogéneo, desequilibrado e insuficientemente integrado a nivel nacional y caracterizado por una productividad media relativamente baja. Algunas de las consecuencias más severas de esta configuración se expresan sobre el mercado de trabajo. Si bien desde la salida de la crisis de 2002 ha habido avances importantes en la creación de puestos de trabajo formales y en la reducción del grado de informalidad laboral, los actuales niveles de 7% de desempleo y 35% de informalización podrían ser considerados como un piso de carácter estructural. Asimismo, la tasa de rotación del empleo es muy elevada en los sectores de menor productividad, por ejemplo en algunos servicios. Todas estas situaciones son propicias para la difusión de condiciones socio-productivas aptas para la precarización de los procesos de trabajo y, además, para instalar y reproducir brechas salariales significativas, no solo entre diferentes ramas productivas sino también entre empresas dentro de una misma rama.

Las características de la estructura empresarial constituyen otra parte importante de la misma problemática. Por ejemplo, el grado de transnacionalización de la economía argentina es muy elevado y atraviesa a todo el aparato productivo, como parte de un largo proceso que ha tendido a profundizarse también en los últimos años. La particularidad es que, en la gran mayoría de los casos, las filiales de las empresas transnacionales cumplen funciones relativamente marginales en la estrategia global de la corporación; no van más allá de actividades de mero ensamblaje y no ejercen actividades de investigación y desarrollo, por lo que el país tiene poco o nulo acceso a las ventajas potenciales en términos productivos y tecnológicos.

A su vez, la mayoría de los grupos empresarios locales tienen una historia particular de procesos de acumulación y elevadas tasas de rentabilidad basadas en distintas modalidades de captura y apropiación de rentas: renta natural de la tierra, rentas transferidas por el Estado por subsidios, sobreprecios o compras espurias, rentas acumuladas por evasión impositiva, rentas por fuga de capitales y valorización financiera. Cualquiera de estos mecanismos sustrae fondos para el proceso de inversión y debilita la posibilidad de ampliación genuina de la capacidad productiva. En cuanto a las pequeñas y medianas empresas, han desarrollado estrategias más bien oportunistas y de sobrevivencia y con poca vocación para escalar y mejorar productiva y tecnológicamente y, de este modo, tampoco parecen ser un agente dinámico del proceso de cambio necesario. Si bien su importancia cuantitativa y su estructura extendida son claves para la dinámica del empleo, sus prácticas tienden a deteriorar las condiciones de trabajo.

En síntesis, el capitalismo argentino tiende a sustentarse en un modelo de negocios básicamente predatorio, que tiene como consecuencia una baja calidad productiva. Al mismo tiempo, está acompañado por un sistema financiero insuficiente, poco desarrollado y de baja cobertura y, en general, más especializado en viabilizar operaciones especulativas que en apoyar la ampliación de capacidad productiva; es innegable el compromiso del sistema financiero con las prácticas de dolarización de activos y de fuga de capitales, lo que tiene un impacto negativo sobre el financiamiento disponible. La interacción entre todas estas dimensiones, la estructura productiva, la estructura empresarial y sus consecuencias sobre la dinámica del mercado de trabajo, está en el origen de un conjunto de tensiones socioeconómicas en diversos frentes que caracterizan el panorama actual.

Una de estas tensiones está alojada en el propio proceso de inversión; no se han registrado cambios positivos en la dinámica de la inversión privada, cuestión decisiva para el futuro del proceso de desarrollo, ya que explica alrededor del 80% de la inversión total y es central para la expansión de la frontera productiva. Otra tensión se expresa en el recrudecimiento de las presiones inflacionarias; su causa principal reside en un conflicto distributivo particularmente agudo, que amplía las presiones introducidas en diferentes ocasiones por rigideces en la oferta, porshocks internacionales o por expectativas domésticas. La reaparición de la restricción externa al crecimiento es otra de las tensiones actuales; la fuga de capitales por parte de residentes locales, las estrategias de remisión de utilidades de las firmas extranjeras y la elevada propensión importadora del aparato productivo presionan sobre un nivel de exportaciones que ha tendido a deprimirse por efecto de cierta retracción en la demanda internacional o de conductas especulativas de los grupos exportadores.

Por último, pero no menos importante, está la tensión sobre la gestión de la política cambiaria y sobre el nivel del tipo de cambio, la que, en cierto sentido, condensa o está muy influida por todas las otras tensiones tratadas. El déficit de productividad que caracteriza a esta estructura y las dificultades consiguientes para competir genuinamente aumentando las exportaciones o sustituyendo importaciones, lleva a que la demanda principal y recurrente del sector empresarial sea por la devaluación de la moneda local; se trata fundamentalmente, según esta presión, de ganar competitividad sobre la base de reducir la paridad internacional de los costos laborales. El problema más serio que provoca esta estrategia es que, dado la estructura productiva de la Argentina, una devaluación tiene efectos redistributivos regresivos.

La deuda de la democracia en este aspecto es, entonces, la generación de un cambio estructural basado en un modelo productivo que permita un crecimiento sustentable, es decir, la elevación sistemática del nivel de vida del conjunto de la población, y que, a la vez, asegure y profundice la equidad distributiva. Por supuesto, hay muchas cuestiones que entran en juego y que necesitan una resolución satisfactoria, entre otras: ¿cómo garantizar que el crecimiento de la productividad no lesione la capacidad de incorporación de empleo, sino que por el contrario la amplíe?; ¿cómo profundizar el proceso de inversión y su eficacia sin que se lesione el consumo de sectores populares?; ¿cómo balancear virtuosamente la profundización de la inserción internacional y la expansión del mercado interno?; ¿cómo sostener el crecimiento y ampliar los límites del desarrollo sin afectar estándares ambientales o sociales? Sin duda la discusión sobre modelos productivos debe atender seriamente a estos dilemas.

Ahora bien, ¿cuáles podrían ser los elementos principales de ese modelo? Es evidente que en el caso argentino la dotación de recursos naturales es generosa y diversificada; de todas maneras, incluyendo todo el complejo productivo vinculado a la explotación de recursos agrícolas y mineros, agregando la producción de materias primas, las etapas de transformación industrial de las mismas, la provisión local de equipos e insumos para esa producción, la logística y el resto de servicios necesarios para su generación y distribución, se trata de alrededor de un tercio de la economía. Sin duda, una estrategia productiva que tenga muy en cuenta a los recursos naturales es necesaria, pero claramente insuficiente y no puede ser pensada como una opción exclusiva.

Especializarse en la producción de bienes de consumo masivo, cuya competitividad internacional está directamente asociada a la utilización de mano de obra con costos laborales bajos, tampoco es una opción ni viable ni deseable para la Argentina. De hecho, una parte importante del consumo de este tipo de bienes en la Argentina está directa o indirectamente satisfecha por la producción realizada en países con costos salariales comparativamente más bajos –China, otros asiáticos, Brasil–, con la que la estructura productiva argentina no está en condiciones de competir, excepto que degrade ostensiblemente las relaciones de trabajo predominantes. Es decir, hay que encontrar el modo de ser capaces de financiar una mejor calidad de vida para las dos terceras partes de la población no comprendida por el complejo de los recursos naturales; de hecho, también para aquella porción de la población de ese complejo que se sabe que permanece bajo condiciones de trabajo particularmente precarias.

La posibilidad de evitar estas opciones no deseables o insuficientes está en el desarrollo de una estrategia basada en la diversificación de la trama productiva, la regeneración del tejido productivo, la recomposición de eslabonamientos internos y el escalamiento tecnológico; para esto es necesario implementar políticas eficaces y eficientes de sustitución de importaciones y escalamiento productivo. Por otra parte, es necesario enfrentar las situaciones de heterogeneidad empresarial a través de eficaces acciones de extensionismo industrial y tecnológico que mejoren el nivel de productividad de aquellas empresas más deficitarias en este sentido. La reducción de la informalidad laboral es otra cuestión que debe ser explícitamente atendida por el modelo productivo. En muchos casos, la informalización obedece a prácticas oportunistas y viciosas de las empresas que deben ser penalizadas, pero en varios otros resultan de estrategias que podríamos llamar “de sobrevivencia”; estas aparecen en sectores en los que la competencia internacional se basa en costos salariales particularmente reducidos. En estos casos, combatir la informalización con medidas meramente represivas puede redundar en un desempleo no deseado; por lo tanto, es necesario impulsar y facilitar el escalamiento productivo y tecnológico de estas empresas a efectos de salir de esa falsa competencia y mejorar la calidad del empleo involucrado.

Asimismo, el modelo productivo debería incluir y planificar la generación de grandes proyectos industrializantes, con potencial para movilizar y dinamizar capacidades productivas existentes y para promover y apalancar el desarrollo de nuevas actividades y tecnologías. Es necesario restablecer y consolidar al Estado como un importante agente productor de la economía; precisamente, en las áreas de prestación de servicios públicos o donde las compras públicas constituyen la demanda principal o muy significativa existe un espacio importante para impulsar proyectos que integren ventajosamente o desarrollen productores locales. Las áreas de prestación de servicios de salud, energía, transporte, logística y demás infraestructuras pueden dar lugar a la generación de este tipo de proyectos. Debe tenerse en cuenta que la falta de adecuada infraestructura social y económica afecta la calidad de vida de la población y también la competitividad del aparato productivo.

La posibilidad de llevar adelante estos ejes de un nuevo modelo productivo requiere de un Estado esencialmente planificador, con una amplia y, sobre todo, eficaz capacidad de intervención y regulación y apoyado en una coalición social amplia. Producir un cambio estructural de la envergadura que se necesita, y hacerlo en democracia, sometido al escrutinio y la evaluación política de la sociedad de modo permanente, es sin duda una tarea social espectacular que requiere movilizar y poner en juego todas las capacidades sociales existentes.

Fuente : vocesenelfenix.com

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