LA VIDA RÁPIDA Y FURIOSA DEL SUCIO GUARDO.

A los 23 salió por todas las pantallas del país cuando encañonaba a un rehén. A los 34 junto a su padre y una banda de ladrones y policías participó del asalto al blindado en el que murieron dos custodios. Cuatro meses después, en febrero de 2011, lo bajaron en un tiroteo en el fondo de una casa en Grand Bourg. Un cronista y un sociólogo investigan y narran la vida y la muerte de un ladrón con cartel y estigma, mas rehén que sus propios rehenes.

Por: Rodolfo Palacios / Sebastián Pereyra - Fotos: Rodolfo Fucile

Diego Walter “El Sucio” Guardo tocó la estatua de San la Muerte que llevaba en el asiento de atrás y se asomó por la ventanilla de la 4 x 4. Apretó el acelerador y escapó sin dejar de disparar con su 9 mm hacia el patrullero que lo perseguía. Cuando llegó a su refugio en Garín acomodó la imagen pagana en un rincón, le ofrendó una botella de whisky Criadores, se arrodilló ante ella y lloró en silencio. Luego se acostó, apoyó las armas en la mesita de luz y se quedó dormido. Al día siguiente despertó de un sobresalto. Pensó, con una mezcla de miedo y adrenalina, que tirarían la puerta abajo. Ese día no lo encontraron. El Sucio se sintió aliviado. Cincuenta bonaerenses lo buscaban por ser el principal sospechoso de haber matado a dos policías en el fallido robo a un camión blindado. Desde que los afiches en blanco y negro con su cara de más buscado aparecieron pegados en las paredes de las comisarías y en los postes de luz, no pasaba el Sucio dos noches seguidas en un mismo lugar y dormía con dos pistolas debajo de la cama. Se soñaba en Paraguay con otro nombre y otro rostro. Hasta el final Diego Guardo intentaba sortear su destino, pero siempre supo que era un hombre muerto.
Esa tarde, en la jefatura policial de La Plata, un comisario mayor que hizo gran parte de su carrera en Pilar, reunió a sus hombres frente a un mapa del conurbano y marcó con tres pinches los lugares donde sospechaba que se escondía Guardo.
–El Sucio –así lo nombraba la policía— tiene que estar por acá, en Tortuguitas, donde vivió de pibe. Busquemos en Escobar y en Garín. Saben que es peligroso. Lo quiero cuanto antes –ordenó el jefe.
Hacía dos semanas que Guardo–34 años, flaco, morocho, mirada achinada y un metro sesenta y cinco de altura– había participado del asalto al blindado que transportaba hacia San Nicolás 20 millones de pesos y 200 mil dólares. Se lo acusaba de haber matado a dos policías. Para los uniformados que encabezaron su búsqueda dar con él era un asunto de honor. Si atraparlo era la misión, verlo muerto era lo único que restituiría el orgullo de la fuerza.
Más tarde, el comisario le dijo off the record a la prensa:
–Me juego la cabeza a que este malviviente no se entregará con vida. Es un loco.
¿La del comisario era una certeza o una sospecha? A los oídos de la prensa policial la frase sonó a condena de muerte anticipada.
El 9 de diciembre de 2010, dos semanas después del violento asalto, los policías lo acorralaron a pocas cuadras de su casa, en el barrio 24 de febrero de Garín. Guardo tocó la estatua de San la Muerte que llevaba en el asiento de atrás de la camioneta 4 x 4 que acababa de robar y se asomó por la ventanilla. Comenzó a disparar mientras apretaba el acelerador. Logró huir a toda velocidad. Atribuyó el escape milagroso a la presencia de esa imagen esquelética que porta una guadaña. La creyó capaz de desviar las balas policiales.
Al día siguiente despertó de un sobresalto. Pensó que los oficiales derribarían la puerta de un momento a otro. Pero ese día no lo encontraron. Lo ignoraba, jamás podía saberlo, pero aún le quedaban dos meses de vida.

***

La mañana del 23 de noviembre de 2010, los ladrones se despertaron al amanecer. Repasaron con rigurosidad cada detalle del plan. Ya habían robado con éxito dos blindados, uno en La Boca y otro en San Telmo. Habían estudiado el croquis hasta aprenderlo de memoria. Tenían el dato preciso. Los movimientos debían ser milimétricos. Nada podía fallar. Un error significaba morir.  En el mejor de los casos, el fracaso les costaría la libertad. Todo debía darse en tres minutos. Un segundo más podía ser trágico. Bajo un sol molesto 15 hombres, armados con fusiles FAL y escopetas Ithacas, se subieron en cuatro autos con chalecos antibalas. También llevaban capuchas negras.

El camión blindado del Banco Provincia iba por la autopista Panamericana custodiado por dos patrulleros. A la altura del kilómetro 38 del ramal Escobar, la banda se interpuso en su camino a los balazos. De las armas de los ladrones salieron 65 disparos. De los diez policías que vigilaban el dinero mataron a dos (los subtenientes Darío García y Rubén Fangio, miembros de la Guarda de Infantería de San Nicolás) e hirieron a otros dos. El parabrisas del blindado fue perforado por al menos cuatro balas de fusil. En los costados fue agujereado como un colador. El líder de la banda, que se movía con disciplina militar, le ordenó a sus cómplices que huyeran antes de que llegara la Policía. En el lugar, sorpresivamente, dejaron un Volkswagen Trend lleno de armas. El auto había sido robado días antes en Pilar. Cuando los peritos llegaron al lugar, se sorprendieron por el olor a pólvora: encontraron en el asfalto 45 vainas servidas. El resto se había incrustado en los cuerpos de los policías o había perforado el blindado.
La noticia del sangriento robo fue tapa de los diarios y tema principal de los noticieros. El gobernador bonaerense Daniel Scioli lo calificó como “una masacre brutal” y le advirtió a los delincuentes: “No saben con qué ganas los vamos a ir a buscar”. Lo mismo le dijo en el hospital Churruca al sargento Juan Lafalce, después de que le amputaran dos falanges por las heridas que sufrió durante el asalto.
–Hubo un entregador. Uno de los chorros encapuchados empezó a disparar a lo loco desde un auto negro con vidrios polarizados. Nos tiró a matar –le contó el policía.     
Las cámaras de seguridad de Tigre registraron una parte del robo: se ve con nitidez cuando el blindado es perseguido por los autos. Aparecen seis delincuentes, dos de ellos disparan con armas largas. Corren, van de un lado a otro, dejan caer un bolso, luego lo levantan. Se los nota nerviosos, indecisos: está claro que las cosas no salieron como pensaban. El supuesto líder viajaba en un Ford Focus Gris.
El fiscal de Escobar, Facundo Flores, se hizo cargo de la investigación del caso. A los pocos días, analizó el material que le había entregado la Policía y llegó a una conclusión: la banda tenía tres patas. Estaba integrada por ex policías, delincuentes que tenían contactos con el Gordo Valor, —ex líder de la superbanda que robaba camiones blindados—, y una banda mixta de piratas del asfalto y ladrones de autos. Mientras revisaba los papeles, Flores se sorprendió con el nombre de uno de los sospechosos. Leyó sus antecedentes y recordó quién era. Lo buscó en google y aparecieron cientos de resultados. Hasta lo pudo ver en acción en un video en youtube al que accedieron más de cinco mil personas. En las imágenes, un joven ladrón apunta con su arma a un rehén. Está rodeado por la Policía. Amenaza con desatar una tragedia. Grita y mira desafiante. Ese joven ladrón es Diego Guardo.

Todo comenzó como un robo más. El 14 de junio de 2000, Guardo y sus cómplices, José Luis Palacios y Jorge Martínez, asaltaron a punta de pistola un negocio metalúrgico: “Carrocerías El Quinto”, en Luján. Robaron apenas 600 pesos (que por entonces equivalían a 600 dólares) y escaparon en un Fiat Duna por la avenida Gaona. Un patrullero de la comisaría 1ª de Luján, alertado del asalto, los persiguió durante tres kilómetros pero quedó fuera de camino cuando chocó contra un árbol. Un camión de Infantería de Mercedes tomó la posta y siguió la persecución: Guardo y los suyos iniciaron el tiroteo. Al final, tomaron la colectora de Gaona y bajaron en el cruce con la ruta 28, en General Rodríguez. Allí, se bajaron del auto en la playa de estacionamiento de una estación de servicio EG3 y entraron en las oficinas administrativas. Con rapidez, tomaron de rehenes a un empleado, un camionero y un albañil. Más de cien policías, entre ellos los expertos de la fuerza especial del Grupo Halcón, vestidos con uniforme militar, rodearon la manzana. Guardo estaba asomado por un ventanal. En el lugar había cámaras de televisión, periodistas y fotógrafos. Cuando el empleado comenzó a sentirse mal, el Sucio aceptó que fuera reemplazado por otro rehén. En ese momento, un joven fotógrafo del diario El Civismode Luján, Martín Filpo, dejó de cubrir la noticia y se ofreció como cautivo. El Sucio le rodeó el cuello con la mano izquierda, que lucía pulseras de oro, un reloj y una alianza, y con la derecha sostuvo el arma. Durante tres horas, Filpo sintió el caño de la pistola en su nuca.
–¡Quiero ese Peugeot 306 marrón que está ahí! ¡Tráiganmelo! –le exigió el Sucio a la Policía.
El negociador le pidió calma, pero él le respondió:
–¡Cómo querés que me tranquilice si me tienen acá hace dos horas!
Luego miró a los fotógrafos y amenazó:
–Si quieren que su compañero siga viviendo, consigan un auto. ¡Crónica! Filmame las espaldas. No quiero matar a nadie pero tampoco que me maten.
En ese instante, los francotiradores que estaban ubicados a unos 70 metros, esperaron una señal para disparar. Pero la orden del por entonces gobernador Carlos Ruckauf, famoso por declarar que había que meter bala los delincuentes, era que todos salieran con vida. No había cambiado su forma de pensar, pero el antecedente de la masacre de Ramallo, donde el 17 de septiembre de 1999 la Policía mató a dos rehenes y a un ladrón que había intentado robar el dinero del tesoro del Banco Nación de esa ciudad, lo obligaba a ser moderado. Otro caso similar lo hubiera puesto en la cuerda floja. “Estoy cortando clavos”, le confesó el gobernador a un colaborador mientras seguía la transmisión de la toma de rehenes.
Guardo miraba para todos lados, y cada tanto hacía movimientos bruscos. Gesticulaba, gritaba y no podía disimular su nerviosismo.


Esa inseguridad le jugó una mala pasada a su compañero Martínez, que hasta ese momento había logrado convencer a los policías de que sólo era un remisero que había sido tomado como rehén.
Pero un solo grito del Sucio alcanzó para incriminarlo:
–¡Dónde está mi compañero! ¡Qué le hicieron a Martínez! ¡Quiero que lo traigan!
La toma de rehenes fue seguida por miles de personas. Se vivió con la tensión de una película dramática. El desenlace estaba cerca.
Mientras Guardo daba la cara, Palacios negociaba con un policía a través de dos teléfonos celulares. Pedía la presencia de un juez y un abogado.
Los sabuesos comenzaron a acercarse y eso inquietó a Guardo.
–¡Y el auto! ¡Sacá el patrullero de acá! ¡Queremos un abogado! –ordenó el Sucio y disparó al aire mientras cerraba los ojos. En ese momento, sólo unos pocos supieron que había cometido un error que le costaría caro. La recámara de su pistola había quedado abierta. Eso demostraba algo: el Sucio se había quedado sin balas. En cinco segundos, los policías lo rodearon aún más.
–¡Fuera ahí! ¡Fuera ahí! ¡Salí de ahí! ¡Tomatelá o lo mato! ¡Tomatelá o lo mato! –exigía Guardo mientras reculaba sin soltar al rehén. Por el costado, los hombres de Halcón habían entrado después de romper una puerta de vidrio. El Sucio miró para atrás y en ese segundo de distracción descuidó el frente. De un zarpazo, disfrazado de fotógrafo (gorrita blanca y cámara colgada del cuello), el oficial Daniel Abaca –uno de los jefes del grupo Halcón– saltó por el ventanal y se abalanzó sobre Guardo. Se escucharon disparos, corridas, gritos de pánico y el estallido de una bomba de gas.
–¡Tirá el arma! ¡Tirá el arma! –gritó un policía. Los rehenes se agarraban de la cabeza. Abaca logró rescatar a Filpo y sacó al Sucio a las patadas, lo tiró al piso y unos diez policías se le tiraron en cima. Su cara quedó contra el asfalto. Su cómplice también fue detenido. “Matenló a esa basura antes que entre en la cárcel. Ahí lo van a recibir con todos los galones”, pidió un hombre que se acercó al celular de la Policía mientras lo trasladaban a Guardo.
En ese momento, Abaca susurró a su oído:
–Pibe, te salvaste. Entré a tirar pero se me trabó el chumbo. Agradeceme que estás vivo.
Al experto policía, un hombre calvo de un metro ochenta, también lo había traicionado su arma.

***

Ese hombre calvo de un metro ochenta ahora está sentado a una mesa de un café de Caballito. De espaldas a la pared. Daniel Abaca, comisario retirado, es fiel a la letra del manual del policía aplicado: nunca se debe dar la espalda a nadie. Ni siquiera cuando se está por beber un té con limón y comer dos medialunas dulces en un lugar donde la mayoría son jubilados y oficinistas que se toman un breve descanso. La ubicación le da una visión panorámica. Su tono de voz claro, alto y firme respeta el estereotipo de agente de un grupo especial. Se rasca la calva. Tiene barba rala, ojeras y una mirada recia que se acentúa con sus cejas anchas y arqueadas. Luce una campera, un buzo negro, joggings y zapatos. Bosteza y habla al mismo tiempo: dice que no durmió en toda la noche porque patrulló las calles de La Matanza para una empresa privada. Pasaron más de once años de la famosa toma, pero Abaca no parece avejentado. Recuerda con lujo de detalles lo que pasó ese día agitado. Cuando lo notificaron de la toma de rehenes, se subió a su auto, sacó su cámara de fotos de la guantera, se la colgó en el pecho y se puso una gorra. No llevaba chalecos antibala. Su función era mimetizarse con los periodistas.

–Tenía que tener paciencia. Esperar el momento oportuno. La concentración es clave para un momento así. A nosotros nos entrenaron para vivir situaciones de dolor y máximo estrés. Ese día, la prioridad era que todos salieran vivos.
–Pero en el video, da la sensación que usted entró a disparar.
–La verdad, tengo que decir que quise dispararle en las piernas para inmovilizarlo, pero la bala no salió. Por suerte. 
–A Guardo tampoco le salió ninguna bala.
–Cometió un gran error. Malgastó, por fortuna, el último tiro que le quedaba.
–¿Cómo se dio cuenta?
–Al disparar, la recámara quedó abierta. Guardo tenía una Norinco, una pistola japonesa diseñada para mancos. Es decir, la podés usar con una sola mano.
De pronto, Abaca saca su pistola nueve milímetros y sin importarle las miradas de las personas que están en el café, la apoya en la mesa y explica:
–Esta pistola es distinta a la del Sucio. La de él era más fácil de disparar.
El ex hombre Halcón se siente desilusionado con la fuerza. Siente que aquel famoso rescate no le sirvió para ser reconocido. Ya retirado de la Policía, sufre la falta de adrenalina. “Eso de estar preparado siempre para lo peor”, aclara. Algo lógico en un oficial experto en artes marciales, francotirador, paracaidista y buzo. Tiene más de 20 tomas de rehenes encima de sus espaldas. En el fondo de pantalla de su celular tiene la foto en la que aparece, de espaldas, manoteando a Guardo.
–Esa foto fue premiada. El que la sacó ganó cinco mil dólares. Es un lindo recuerdo. Salí en los diarios el mismo día de un Boca-River. En el diario Crónica, mi foto ocupó más espacio en la tapa que la del partido. Además tengo como cien diplomas, hice cursos en Texas y mis ex compañeros me regalaron esto –dice y muestra un anillo de plata y oro que dice “Daniel Abaca, Grupo Halcón”.
En 2008, ocho años después de la toma, el policía se reencontró con Guardo. Días antes, había visto el programa televisivo Cuentas pendientes, donde Guardo se reunió con su ex rehén Martín Filpo y le pidió perdón. “Jamás podría aceptar tu perdón”, confesó el fotógrafo que ahora se dedica a hacer fotos artísticas y cinematográficas. Ahora no quiere hablar del tema. “Me reservo la opinión. Lo que pasó, pasó. Todo esto me hizo mucho daño”, dice Filpo. En cambio, en aquel momento Abaca sintió que tenía que saldar una deuda: volver a ver a Guardo.
Le pidió una visita y el Sucio lo recibió un domingo. Abaca llevó una docena de facturas y tomaron mate durante una hora.
–¿Por qué quiso venir a verme? –le preguntó Guardo.
Abaca se encogió de hombros, hizo una pausa y respondió:
–No sé. Son muchas cosas. Quería saber cómo andabas. Si necesitás una mano.
–Gracias. Pensé que había algo raro. Nunca confié en la gorra, pero te acepté porque tenía intriga. Acá la paso como puedo. El otro día me metieron un puntazo con una faca. Hay muchas peleas.
–Tratá de hacer la tuya y de tranquilizarte, flaco. La verdad es que vine a verte porque el otro día escuché que estabas agradecido conmigo porque de una u otra manera te salvé la vida, aunque reconozco que gatillé la pistola.
–Te di las gracias porque salí vivo de ahí.
–Guardo, sos el único que me agradeció. Ni la Policía ni los rehenes que rescaté me dieron las gracias.
Al final, se dieron un abrazo.
Cuando se enteró de la muerte de Guardo, Abaca recordó aquel encuentro. Jura que sintió pena por el destino del Sucio. Cree que la fama lo devoró tanto como el delito. Se pregunta, también, cuál habrá sido el origen de su vida frenética.

***

Diego Guardo  nació el 11 de noviembre de 1976 en Tortuguitas, partido de Malvinas Argentinas, a 39 kilómetros de Capital Federal. Cuando era chico quería ser futbolista. Su madre, Noemí Montes, era ama de casa. Y su padre, César Arturo Guardia, alias El Chivo o El Tuerto (aunque tenía los dos ojos), era un pirata del asfalto que robaba maquinaria agrícola, mercadería y electrodomésticos, siempre  que trasladaban los camiones. “Su primera bicicleta había sido robada por el viejo. Con el tiempo, lo metió en el delito”, cuenta uno de sus ex vecinos. Antes de que lo llamaran El Sucio, el apodo policial, o Poca Bala, el alias criminal, Guardo era El Pulga. Su primer delito lo cometió a los 15 años: robó un auto en Garín, donde se mudó con sus padres. Vivían en la torre dos del barrio 24 de febrero o FONAVI. El Sucio tuvo una hija y un hijo de dos parejas.
Sus vecinos recuerdan pocas cosas del Pulga. Es como si hubiesen construido su historia con los retazos que entregó la prensa. Una mujer que vivía a pocas cuadras de su casa, dice que Guardo y su padre cometían secuestros virtuales desde la cárcel. “Diego era callado, acá no se metía con nadie. Pero cuando su padre iba a jugar al pool al club del barrio le ponían una alfombra roja. Era muy respetado”, cuenta un comerciante. Otro vecino recuerda habérselo cruzado cuando Guardo paseaba un rottweiler por una de las plazas.
“Este chico fue tan estigmatizado como el barrio. No somos el Lejano Oeste. Hay delitos como en todos lados. Pero siempre se habla de Garín como refugio de criminales. ¿Nadie dice nada de los delitos que se cometen dentro de los countries? ¿Por qué sólo dicen que los ladrones viven en barrios humildes?”, se pregunta Mónica Gurruchaga, ex integrante vecinal de la comisión ambiental del barrio.
El  Fonavi de Garín se fundó a mediados de los años ’80 y algunos de sus  primeros habitantes cuentan que en la zona corría el rumor de que se trataba de un barrio residencial del ejército o la policía. Dicen también que les costaba creer que ese complejo habitacional de torres sólidas, trazado de calles pavimentadas, con espacios verdes, escuelas, centro comercial y polideportivo pudiera ser el fruto de una política de viviendas sociales. El lugar es apacible. Contrasta, es cierto, con la otra margen de la Panamericana, donde los shoppings, countries y complejos de oficinas albergan los autos más modernos.

 

El Fonavi se encuentra en una zona fabril. La avenida Constituyentes, que delimita el barrio junto con la colectora, conduce a una sucesión interminable de plantas industriales. Al otro lado de la Panamericana, la misma avenida está sembrada de entradas a countries, entre ellos el Miraflores, que se encuentra  en espejo con el  24 de febrero. Desde las terrazas de las torres más cercanas a la colectora pueden observarse con claridad los jardines y las piscinas de las primeras casas del exclusivo  barrio de enfrente, donde los guardias custodian con recelo, los jardineros cuidan las flores y los niños andan en bicicleta.
Las manzanas arboladas del barrio dan la sensación de que se está en una zona residencial. Si se recorre la calle Islas Malvinas se pueden ver los tres conjuntos de torres que dan fisonomía al barrio. Las torres del frente, del fondo y las rojas (así las llaman los vecinos) parecen diferenciarse por otras cosas además de su ubicación y su aspecto. En una de las torres del fondo se instaló la familia del Pulga en los orígenes del barrio, muy cerca de la Escuela Número 9, donde hizo la primaria. Ahí se concentra también una comisaría, el centro de salud, el polideportivo y algunos puestos que no forman parte del centro comercial, que da directamente sobre la colectora, a unas pocas cuadras. A su manera, también parece un barrio cerrado: por su fisonomía, la concentración de servicios y un cierto aire comunitario que se puede intuir en las miradas y los saludos entre los vecinos.
El Pulga, al igual que su familia, es un personaje célebre en el barrio, pero hay algo contenido en el modo en que los vecinos reconocen su popularidad. “Y, yo no lo conocía. De verlo por ahí en la calle, nomás”. La sola mención del nombre convoca la sombra del Sucio y los recuerdos son vagos y distantes. “No hablaba con nadie. Andaba con sus amigos, las novias. Tuvo dos hijos y está la madre también”. No hay anécdotas, su huella en el barrio parece opacada por los largos años de ausencia, por el constante movimiento al que obliga el delito y porque la familia cayó en la mala con la muerte del hijo y la detención del padre.
La dueña de uno de los negocios en el centro comercial se envalentona en el diálogo con una vecina cuando recuerdan el momento en que Diego salió de la cárcel y volvió al barrio. Pero rápidamente las frases van quedando incompletas, el diálogo se interrumpe, y como un mantra las dos repiten: “No se quién te podría contar de él, acá no se daba mucho con nadie. Andaba a veces por el barrio pero no sé dónde vivía tampoco, con quién andaba”. Una maestra, que está cerca de la edad de jubilación, se anima a decir que cuando la Policía entra en el barrio, cuando llegan los operativos con autos de civil y oficiales sin uniforme, los vecinos sienten miedo, se encierran y esperan a que pase el temblor que casi siempre implica tiros y corridas. Para la maestra, el Pulga no es el Pulga sino el Sucio, porque convoca esas escenas de miedo –por ejemplo, ese día de febrero en que entraron a buscarlo en el barrio- que le recuerdan siempre que los pibes también pueden ser peligrosos para los mayores del barrio. Y eso también le recuerda que en una época el pintoresco barrio Fonavi llegó a ser conocido como Fuerte Apache II. La maestra sabe que sacarse ese lastre de encima cuesta mucho y que por eso el Sucio siempre va ser, fundamentalmente, el Sucio.
La memoria del Pulga no aparece por ningún lado más que en algunas muecas resignadas que mencionan al pasar que su suerte estuvo atada a la de su padre y que el Chivo Guardo sí que pisaba fuerte en el barrio.
“Dieguito era un buen pibe que vivió equivocado, quizá en eso tuvo que ver la influencia paterna”, recuerda Gustavo Semorile, ex abogado de Guardo. También defendió a varios miembros de la Superbanda, entre ellos a su ex líder, el Gordo Luis Alberto Valor.
La relación entre Diego y su padre tenía altibajos. El Chivo lo inició en el delito y le enseñó algunos secretos. “El viejo era una mala persona. Siempre usó a su hijo y lo maltrataba. Es más, siempre lo perjudicaba”, recuerda un ex delincuente que lo conoció. Lo resume con una anécdota. Una vez, el Sucio le entregó a su padre diez mil pesos que debía pagarle a su abogado. Pero en lugar de entregar el dinero, ofreció una moto que tenía pedido de captura. El hombre era un delincuente conocido en el mundo del hampa, pero nunca logró ser famoso como su hijo.

***

La exposición mediática que logró con la célebre toma de rehenes le costó caro a Guardo. El 19 de diciembre de 2000, el Tribunal Número 11 de Mercedes lo condenó a 13 años de prisión por los delitos de encubrimiento agravado, robo calificado por el uso de arma, resistencia a la autoridad y abuso de armas, coacción agravadas y privación ilegítima de la libertad agravada. El Sucio pensó que esa condena le daría chapa de pesado en las cárceles bonaerenses. En los pabellones, un prontuario con robos y tiroteos puede ser el pasaporte a la tranquilidad. Nadie se mete con un preso calificado como de alta peligrosidad. Lo mismo ocurre con los apodos. En muchos casos, son la carta de presentación del delincuente. A Guardo, la Policía le había puesto “Sucio”. Un comisario tiene dos versiones del origen de ese alias. “Por un lado, el pibe siempre hacía el trabajo sucio de la banda”, dice el detective. La otra hipótesis es que le decían sucio porque no se bañaba. Poco importó ese nombre entre el insulto y el malevaje e, porque en su primer día en prisión, en la Unidad Penal Número 24 de Florencio Varela, Guardo dejó de ser el Sucio. Cuando entró en el pabellón más peligroso, uno de los capos lo recibió con una broma:
–¡Miren quién vino! ¡Poca bala!
Los otros detenidos reían a carcajadas.
–Me dicen el Sucio –lo corrigió Guardo, que estaba serio.
– No, pibe. Para nosotros sos Poca bala. Nos cagamos de risa con vos.
–¿Por?
–¿En serio lo preguntás? ¡Pibe, quedaste como un boludo adelante de todo el mundo! Es como el futbolista que se come un gol con el arco libre. Son cosas que les pasan a los principiantes. Acá vas a aprender.
Guardo entró en su celda con la cabeza gacha. Pensaba que tras las rejas lo recibirían como un héroe. Pero adentro no se piensa lo mismo que afuera. La televisión y la Policía lo habían convertido en una especie de delincuente temido. Una amenaza para la sociedad. Pero en la cárcel, la historia del cuco se desvanecía hasta volverse la historia del gil. Todos sabían que terminó la toma con el arma descargada.
La historia carcelaria del Poca Bala es como la de cualquier otro preso institucionalizado: cada tanto iba al taller de artesanías, debía conformarse con comer las sobras que le daban (guiso o fideos en invierno y algo de carne en verano) y salía al patio cuatro horas por día. En diez años pasó por ocho penales: la Unidad 3 de San Nicolás, la 5 de Mercedes, la 6 de Dolores, la 9 de La Plata, la 15 de Batán, la 18 de Gorina, la 24 de Florencio Varela, la 29 de Melchor Romero y la 30 de General Alvear. En los pabellones de La Plata conoció a presos famosos. A Gustavo Prellezo, el policía condenado por el crimen del fotógrafo José Luis Cabezas, lo vio en el salón donde se daban las clases de informática. A Rubén Alberto de la Torre –miembro de la banda que el 13 de enero de 2006 robó al menos 20 millones de dólares del banco Río de Acassuso– se lo cruzó en el sector de visitas y lo felicitó por el gran golpe boquetero que burló a más de 200 policías que rodeaban la manzana.
Pero el Sucio admiraba a Oscar Hugo Sosa Aguirre, alias “Cacho la Garza”, el célebre lugarteniente del Gordo Valor en la superbanda que en los ’90 robaba bancos y camiones blindados. Lo conoció en la cárcel de Melchor Romero. Guardo quedaba maravillado con las historias criminales que le contaba La Garza Sosa. Soñaba con ser su lugarteniente. ¿Cómo no sorprenderse con un delincuente que se tiroteaba con la Policía con un fusil en la mano derecha y una pistola en la izquierda? Sosa no era como los otros presos. No lo cargaba por haberse quedado sin balas; algo que a él nunca le pasó.

 

La Garza tiene 57 años y está libre desde el 8 de noviembre del 2006, luego de 13 años de cárcel. Alejado del delito, se dedicó a dar clases de fútbol infantil en Quilmes y ahora atiende un lavadero en esa localidad bonaerense. Está cerca de terminar de escribir su autobiografía y participó en una película basada en la famosa fuga de la cárcel de Devoto que el 16 de septiembre protagonizó con otros presos. Su papel fue interpretado por Raúl Taibo.
–Yo pude haber terminado como el muchacho Guardo. Zafé y estoy vivo. Compartí ranchada con él. Era bueno, pero se confundió. Como me confundí yo. Viví equivocado muchos años. Me arruiné gran parte de mi vida. Estar preso es horrible, pero peor es que te bajen en un tiroteo.
El ex delincuente está tranquilo. Viste una camisa blanca, jeans y zapatos. Está en la oficina del lavadero donde trabaja. Sosa robó unos 50 blindados, participó de varios enfrentamientos con la Policía (tiene dos cicatrices en el hombro y en el estómago por dos balas policiales 9 milímetros) y encabezó varios motines. Dice que hacía varios años que no veía a Guardo. Se lamenta por no haber podido ayudarlo. “No quiero hablar más por respeto a su familia”, dice mientras saluda y se retira con su abogado, representante y jefe de prensa, Walter Gazzolo.
En la cárcel, el Sucio tuvo problemas con las drogas. “Se empastillaba muchas veces. Era un chico callado. Pero cuando se metían con él, le salía el diablo del cuerpo. A veces conseguía marihuana y merca. Con unos mangos, los guardias hacen la vista gorda o la meten ellos”, cuenta un veterano pirata del asfalto que compartió pabellón con él en la cárcel de Dolores. Dice que el Sucio era un hombre de acción. Una vez, recuerda, tuvo problemas con él. Habían planeado una fuga entre cuatro presos. El plan era hacer un boquete y escapar tras romper una cisterna. El último día, cuando el Sucio los vio nerviosos y a punto de fugar, quiso sumarse.
–Ni en pedo –lo frenó el pirata del asfalto.
–Yo me voy con ustedes –prepoteó Guardo.
–No hay lugar para uno más. Ya fue.
–Son unos garcas –dijo el Sucio y se acostó en su cama.
Al final, la fuga se frustró porque un guardia comenzó a sospechar de los extraños movimientos de los presos. “Valoramos que Poca bala no nos mandó en cana. Se quedó caliente porque lo dejamos afuera, pero no nos buchoneó. Eso es tener códigos”, dice el pirata.
Otro delincuente que conoció al Sucio en la cárcel de La Plata, cree que, en realidad, quería dejar el delito y las drogas. Por eso pidió ser trasladado a la cárcel de Gorina, donde se somete a los internos a un tratamiento de desintoxicación. “El loco quiso salir, doy fe. Pero también es posta que lo llevaron de cárcel en cárcel, como si fuera un paquete. Perdía todos sus bagallos. Nunca lo dejaban hacer pie. Eso te termina volviendo violento. Empezó a juntarse con pesados. Quería ganar guita con un gran golpe. En la cárcel, según con quien te juntás te perfeccionás como alto chorro o como ladrón de gallinas”, dice el asaltante. Ese gran golpe, según los investigadores, desvelaba a Guardo cuando salió en libertad, el 23 de julio de 2010. Estaba obsesionado, dicen, con obtener los millones que iba a trasladar el blindado.

***

Antes de salir de la cárcel, el Sucio le contó a un compañero que le  iba a agradecer al santuario del Gauchito Gil en Corrientes. “Le debo la libertad”, le confesó. Ni siquiera el fiscal Facundo Flores tiene en claro cuál fue el rol de Guardo en el trágico asalto al blindado. Sospecha que su padre, el Chivo Guardo, era el líder de la banda. Y cree que el Sucio y Ricardo Quatrocchi –que se suicidó días después del robo– fueron los autores de los disparos que mataron a los dos policías. Hasta ahora, en la causa hay seis detenidos: tres de ellos son policías bonaerenses que habrían entregado el dato a la banda y habrían participado en la planificación del fallido robo. Al Sucio y a su padre, según la Justicia, los involucran dos testigos de identidad reservada y un entrecruzamiento de llamadas que lo vincularían a los uniformados.
El 9 de abril de 2011, la Policía detuvo a César “El Chivo” Guardo. Iba en auto por el centro de San Miguel cuando intentó huir al ver un patrullero. Después de una persecución y un tiroteo, se entregó. Dio un nombre falso, aunque horas más tarde se confirmó que era el padre del Sucio. Los policías le secuestraron un revólver calibre 32 y un fusil Mauser calibre 7,62.
En su carrera delictiva, su hijo buscó la gloria con golpes espectaculares que resultaron fallidos. Era un hombre de mucha acción y pocas palabras. Le gustaba aparecer en televisión (años después de la toma pidió ser entrevistado por el programa Cárceles) y recortaba los diarios donde aparecía su nombre. Más allá de las diferencias sociales y de época, Guardo fue una especie de Pibe Cabeza de este siglo, aunque su figura nunca llegue a ser mítica. El célebre líder criminal de la década del 30, creció en un ambiente pobre, coleccionaba las noticias de sus golpes, armó una banda, llegó a tomar rehenes y a matar policías. Estuvo preso muchos años y recorrió territorios que años después transitó Guardo, como General Rodríguez y Luján. Tuvo un final parecido: murió baleado por la Policía un 9 de febrero. Guardo, también un enemigo público número uno como el Pibe Cabeza, fue asesinado el 13 de febrero de 2011.
“Todo esto es raro. Me sorprende que no se haya entregado vivo”, dice su ex abogado Gustavo Semorile. El comisario mayor Gustavo Reale, a cargo del operativo, asegura que Guardo tiró a matar. Ningún jefe policial pudo justificar aquella frase que vaticinaba que Guardo no se entregaría vivo.
El velorio del Sucio fue en esa única casa velatoria que hay en el Fonavi. Su madre y sus hijos le llevaron flores y acompañaron el cortejo fúnebre hacia el cementerio de Grand Bourg. Su padre, por ese entonces, estaba prófugo. Allí, en Garín, no hay pintadas ni santuarios que lo recuerden. Ni siquiera su nombre aparece escrito en los paredones blancos, la mayoría cubiertos por afiches políticos o pintadas futboleras. No se escuchan gritos jurando venganza. No hay, en ningún rincón del barrio, nada que le rinda tributo. No hay leyenda en torno a Diego Guardo.
Sólo quedó una certeza. El Sucio sabía que era un hombre muerto. “Me van a cargar la muerte de los canas”, le dijo a un amigo. Después de salvarse de aquel tiroteo de diciembre, cuando huía con la imagen de San la Muerte, se ocultó en varios lugares.
Había decidido cumplir la promesa de visitar al Gauchito Gil cuando el 13 de febrero robó una Volkswagen Suran en Grand Bourg. Un patrullero le dio la voz de alto. Siguió a toda velocidad. Se bajó y corrió. Se metió en la casa de un remisero que estaba arreglando el auto en el fondo.
–Qué hacés flaco, rajá de acá. Saltá la reja y andate. Estoy laburando –le dijo el remisero. Guardo amagó con tomarlo como escudo humano pero se arrepintió cuando una perra se le tiró encima. Se sacó la remera y, según la versión policial, se parapetó detrás del Fiat Duna del chofer y disparó al mejor estilo de la Garza Sosa: con una la Glock calibre 40 en una mano y un revólver 38 en la otra. El remisero se metió en su casa. Escuchó el ruido infernal de la balacera. Los policías saltaron por los techos y mataron a Guardo de tres balazos: uno le entró en el pecho, otro en el mentón y el último en la axila. Cuando salió, el hombre lo encontró tirado en el piso, en un charco de sangre.
–Estás frito, pibe –le dijo.
Guardo, que agonizaba y temblaba, le entregó su última mirada. No era la mirada que las cámaras registraron en la famosa toma de rehenes. Era una mirada que buscaba piedad. Cuando los policías se acercaron y lo tocaron, comprobaron que su corazón no latía. Sus ojos seguían abiertos y sus manos habían caído hacia los costados. El Sucio Guardo acababa de morir en su ley.

 

Fuente:  Revista Anfibia.

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